sábado, 29 de enero de 2011

I.

Había una vez, hace mucho mucho mucho tiempo, en una tierra muy lejana y de gentes, costumbres y leyes muy diversas de las nuestras, un ingenioso gentilhombre, Rotualdo del Cazo, que había levantado un esplendoroso palacio, dicho Palacio de los Sueños, rodeado por un magnífico y extenso parque, llamado Parque de las Ilusiones, en una península que dominaba un vasto y bellísimo lago, conocido como Lago de los Torbellinos.

Nárrase por la región que había empleado toda su mucha creatividad –y, dicen, sustanciosos recursos materiales– para la construcción de dicho simpar palacio. Pues Rotualdo no había visto la luz como rico y poderoso noble, a pesar de lo que quizás alguno coligiera del exordio de esta insignificante historia; antes bien, era un simple súbdito trabajador, que vivía del favor que por su ingenio le concedían las gentes – decía y repetía que lo de crear palacios, siendo su vocación, su servicio a la comunidad, y su modo de realizarse en este valle de lágrimas, en modo alguno estaba reñido con lo de explotarlos juiciosamente, que lo cortés no quita lo caliente. Pues grande era el flujo del público que, atraído por las maravillas del Palacio de los Sueños, peregrinaba a visitarlo, y apoquinaba religiosamente la entrada para acceder al mismo.

Una nutrida tropilla de villanos trabajaba hacendosa para Rotualdo, en la limpieza y mantenimiento del palacio, en las taquillas de venta de entradas, y sobre todo –que las insidias de la morralla no conocen descanso– en los extensos regimientos de guardias que custodiaban toda la frontera terrestre de la propiedad, asegurando que no hubiera accesos no autorizados. Del lago no había que preocuparse, por ventura, pues era vastísimo, frío, un pelín agitado, y en la región flotaba desde siempre un miedo ancestral al agua y a las criaturas de sus profundidades, no conociéndose apenas el arte de la navegación, y estando al servicio del príncipe las pocas balsas de carga que había. De nadar, ni hablar, debido a la enorme extensión del lago y la fiereza e imprevisibilidad de sus… torbellinos.

Los beneficios que devengaba a Rotualdo su generosa y arriesgada empresa eran varios –tanto ingresos monetarios directos, como derivados de mercedes de las que dispensa la Providencia a sus elegidos–. No, no se limitaban a la venta de las entradas, a tres doblones la unidad, para los visitantes que accedían a través del majestuoso único camino de entrada que penetraba el istmo, celosamente custodiado.

En primer lugar, el príncipe de esas tierras, Su Alteza Serenísima Gocigocín de Aquitestrujo, había bendecido a dos manos la empresa de Rotualdo, concediéndole por noventa y nueve años el exclusivo aprovechamiento de la península. No sólo ello; el hacedor de palacios había recibido una subvención a fondo perdido de Su Alteza Serenísima, que consideraba, seguramente con buen juicio, que la erección de palacios fuese una actividad que ennoblecía su principado, y que enriquecía espiritualmente a sus siervos todos, y que por lo tanto merecía ese mecenazgo. En tercer lugar, Su Alteza Serenísima, siempre generosamente, y por la misma razón, había tenido a bien disponer que las tasas a pagar por dicha actividad económica (el denostado temea, tributo sobre el maravedí agregado) fueran la mitad de la mitad de las aplicadas en su principado para otros productos y servicios, como por ejemplo la venta o reparación de carretas, el esquilado de ovejas, y el afilado de hoces.

No escampaba aquí la lluvia de mercedes sobre el palacio y el parque, y consiguientemente sobre las arcas de nuestro buen Rotualdo. Pues habrase de saber que la comarca que tenía el honor de albergar el Palacio de los Sueños, dicha Retebea en los nobles anales del Principado de Aquitestrujo, tenía su hacienda comarcal, por razones varias, en déficit permanente, debido en una parte no desdeñable a la necesidad de construir y mantener caminos que dieran acceso a las tumultuosas hordas de visitantes que afluían, a caballo, a pie y en carroza, especialmente los fines de semana, al Palacio. El margrave que administraba la comarca, siguiendo instrucciones del Príncipe, se cuidaba muy mucho de mencionar el tema en sus frecuentes encuentros con Rotualdo, y solía decir a sus íntimos que para qué servían gabelas sobre padres de familia o diezmos sobre herencia de viuda si no para construir caminos que hiciesen honor al principado y a los sus muchos ingenios.

Finalmente, los visitantes al Palacio no sólo pagaban con su escarcela, sino también con un pellizquito del tiempo inevitablemente finito de sus sufridas vidas. Pues eran obligados, antes de iniciar cada visita –que solía durar un par de horitas mal contadas– y después de ella, a pasar un insignificante cuartico de hora (bueno, uno entrando, y otro saliendo) de pie en un redil cercado, hiciera cierzo, sol de justicia o lloviesen chuzos de punta, en cuyo derredor se disponían heraldos con sonoras trompetas y pregoneros de recia y estentórea voz, quienes bombardeaban a dichos visitantes con elogios insistentes, no siempre del todo veraces, de las posadas y hosterías del lugar, de sus fabricantes de carrozas, de sus rizadores y tintores del vellón de ovejas, y de otras muchas artes y artesanías. El efecto de estas mañas sobre las andanzas sucesivas de los visitantes era más que discutible (más de uno fue oído farfullar con recios juramentos que aunque sólo hubiese sido por el ultraje de ser arreado al redil, y de tener que tragar con los trompetazos estridentes, ni muerto lo iban a ver trasegando vino en dichas hosterías, o poniendo guapas sus ovejas, sus cabras o sus cabrones en dichos rizadores). Así y todo, los mencionados y muy honestos artesanos pagaban a Rotualdo flor de táleros (un tálero = seiscientos sesenta y seis doblones, en el Principado de Aquitestrujo) por el servicio un puntirrinín coactivo ejercido sobre la plebe que visitaba su palacio. Este puntirrinín no quitaba el sueño ni a príncipes ni a poderosos, porque en el fondo, no se trataba más que de plebe no creadora, de ésa que se atropella balando desde el vientre de sus madres hasta la boca de la fosa que inexorable la espera. Ni que decir tiene que la plebe así arreada no percibía remuneración alguna por el tiempo propio que le era arrebatado, y que era esencial para que funcionara el jueguecito del redil y los trompetazos.

La verdad es que las cosas no le iban del todo mal a Rotualdo. Naturalmente que su valiente ejemplo encontró seguidores; diversos mesnaderos siguieron su ejemplo y, en las variadas costas que rodeaban el Lago de las Tormentas, erigieron palacios o castillos análogos, cada uno con sus personales atracciones, unas veces más afortunadas y originales, otras veces más refritas y cuchifritas en base a lo ya hecho, concluyeron acuerdos análogos con Su Alteza Serenísima, y a vivir que son dos días.

La gente… la gente fluía de aquí y de allá, dale que te pega a visitar, de castillo en palacio y de palacio en castillo, porque la verdad es que las costumbres de la región habían ido cambiando. Discuten aún los pocos filósofos que en ella quedan si para bien o para mal, pero la cuestión es que se conversaba menos con las mozas y con los ancianos, se iba menos de romería, se bailaba y se cantaba menos, se tocaba menos la zampoña… se leían menos pergaminos… se narraban menos consejas rientes o melancólicas, al calor de la lumbre de invierno, o bajo el cielo estrellado de la noche estiva. Fuera por lo que fuese, todo era un rebullir de aquí para allá, todo era pasar largas horas por los caminos encerrados en la propia carroza y rodeados por infinidad de otras iguales (como uno de esos pocos filósofos en extinción observara, el goce máximo que proporcionaba una carreta de máximo lujo, tirada por multitud de corceles ricamente enjaezados, era el de la tranquilidad de saber que con ella nos podíamos plantar en un pispás en el atasco que deseáramos). Aún dejando las filosofías de lado, el caso es que este cambio de costumbres favorecía ciertamente la prosperidad del gremio de Rotualdo.

II.

Pero un día… algo cambió en el principado de Aquiteestrujo.

Llegados de un país lejano, sobre el lago empezaron a verse unos extraños objetos paralepipédicos y relucientes, mezcla de cristal, metales y sustancias extrañas, que el genio local dio en denominar “cacharras”, los cuales se desplazaban de aquí para allá con facilidad inaudita. Podían transportar una o más personas, aunque respondían a reglas muy extrañas.
La primera es que, en llegando al lugar de destino, no se podía desembarcar de la cacharra, aunque desde ella se podía uno explayar en charlas infinitas con la gente que encontraba o había citado en la orilla: parientes, amigos, mozas... Pueden imaginar Vds. que no todas las charlas entre cacharra y orilla eran todo lo santas que hubiesen deseado los párrocos de la región – si bien más de uno fuese pillado in fraganti dando vueltas en cacharra por ensenadas de oscura reputación, y con la sotana remangada, y adaptándose sin sonrojos a la situación. Y es que aunque no pudiese tender su mano hacia la orilla, nada vedaba al cacharrauta tenderla hacia sí mismo.
La segunda es que no dejaban transportar objeto alguno, ni recogerlo de la costa visitada: por ejemplo, si uno subía una cesta de huevos, o un azadón, no volvía a arrancar, hasta que el cacharrauta renunciara a su soberbia pretensión y descargara el objeto ofensor.
Ambas limitaciones sabían a arte de magia. Aparte estas cortapisas, las cacharras era un tantico imprevisibles. A veces no arrancaban, incluso sin cargarles objeto alguno. Otras veces se ponían a dar vueltas sobre su propio eje como una peonza enloquecida a pocos metros de la costa de origen, hasta que el cacharrauta exasperado la volcaba, la arrastraba entre imprecaciones hasta el encacharrero, y la ponía en marcha de nuevo. Su velocidad era también muy irregular, pero todos coincidieron en que para obtener noticias, visitar parajes, mandar mensajes y documentos, que podían ser leídos desde la orilla, o pasar encargos de mercaderías (que luego, eso sí, te tenía que traer una carroza, por la susodicha limitación), y semejantes trajines, resultaban una verdadera bendición, sobre todo comparándolas con los interminables atascos que aquejaban endémicamente a los caminos del principado.

Así que el común de las gentes, y muy especialmente los mozos, comenzó a dotarse de esas extrañas cacharras –de muy variadas capacidades y velocidades– y a adquirir destreza en su manejo.

Lo que tenía que ocurrir, ocurrió. Un chaval más bien despierto encaminó su cacharra hacia la península ennoblecida por los ingenios de Rotualdo, se buscó un punto de la costa desde donde se vieran aceptablemente bien el Palacio de los Sueños y el Parque de las Ilusiones, fondeó, sacó el catalejo, y se dio una jartá de disfrutar de todas las novedades. De gratis total, naturalmente, porque recordarán que la costa no estaba vigilada. Esa misma noche se lo contó a los de su cuadrilla –todos cacharreros de pro, como pueden Vds. imaginar–, les pasó las coordenadas de la tal ensenada (datos que bastaba teclear en el salpicadero de la cacharra para que te transportara rauda al punto escogido), y los dejó boquiabiertos de admiración.
Dizque a poco de ello fue todo un rebullir de cacharras de aquí para acullá que buscaban puntos de observación, que se los intercambiaban, y que no dejaban prácticamente de identificar castillo o palacio que no ofreciera perspectivas vulnerables desde las aguas del lago.

Los primeros días, los guardias ni se dieron cuenta, concentrados como estaban en patrullar celosamente, rottweiler babeante de la traílla, los accesos terrestres al Palacio. Luego, uno paró en mirar la inusitada actividad de las cacharras. Les pegó unas voces –el rottweiler, exhortado a tirarse al agua a por la cacharra más cercana, dijo que nones, que no tenía la competencia tecnológica necesaria, y que si querían esas funciones, que contratasen un cocodrilo–, pero se las llevó el viento. Al día siguiente probó con algún trabucazo de sal desde los riscos, arriesgando con romperse la crisma, pero las cacharras culebreaban veloces y eran demasiado ágiles para poder ser blanco de armas tan primitivas. El lago quedo un poco más salado, y los cacharreros, partidos de la risa.

Total, que se lo fueron a contar tímidamente a Rotualdo, por aquello de tenerlo lealmente al corriente. No escogieron buen día para ello – o quizás ya no había buenos días, en el sentido subjetivo del término, para nuestro gran creador. Habrase de saber que, por lo que fuera, los ingresos contabilizados por Rotualdo llevaban tiempo cayendo. O al menos de eso se quejaba, porque se cuidaba muy mucho de dar acceso transparente a sus cuentas. Algunos decían que se debía a las malas cosechas, que habían tocado seriamente la bolsa de los aquiestrujados; otros que al proliferar de palacios y castillos; otros, a que sus atracciones, especialmente las de producción nacional, olían desde leguas a refrito en vil y rancio sebo, poco haciendo por renovar el interés de las gentes, sobre todo contando los cuatro doblones que habían pasado a exigir por cada visita. Su Alteza Serenísima seguía sentándolo a su derecha, pero vista la situación de las arcas del principado, le dedicaba más buenas palabras que no maravedíes contantes y sonantes. En cuanto a los artesanos que antaño contrataban entusiastas cuantiosos servicios de pregones de lo que llamaban ‘orientación al consumo responsable’ , refunfuñaban cada vez más ante su precio, decían que las cosas les iban mal, que no tenían tanto que gastar… en fin, lo de siempre. Y a Rotualdo, que como a cualquier hijo de vecino, le había sido otrora muy fácil acostumbrarse a los tiempos mejores, le costaba un poquitín más acomodarse ahora a los de vacas flacas, y se le había agriado apenas una pizca su carácter solar, ponderado y dialogante.

En resumidas cuentas, los guardias fueron despedidos a recias patadas en el culo por un Rotualdo vociferante y congestionado, que los acusó de incompetentes, de negligentes, y de corruptos conchabados con los cacharreros. Con profusión de colores –para algo era un creador, caramba– tachó de grandes y porfiadas meretrices a sus madres, hermanas, mujeres e hijas, de bujarrones empedernidos a sus hijos varones y a sus propios padres y hermanos, y a ellos, por tercios iguales, de pedófilos culturales, de succionaméntulas de rottweiler y de terroristas malísimos. En la iracunda confusión sacó a patadas también a media docena de visitantes que pasaban por allí y a su propio director financiero. Pero bueno, un gran hombre no se puede parar en las minucias; lo suyo es el liderazgo y las grandes acciones.

Cuando el margrave de la comarca vino a saber de ello, le dijo a Rotualdo que quizás se había pasado un pelo, que vale que eran chusmísima, pero también debía pensar en su propia salud, e inquirió solícito si se había lastimado el pie de las patadas, a fuerza de luxar coxis tras coxis de villano infiel, o si por un azar se había irritado sus delicadas cuerdas vocales, a fuerza de ilustrarlos sobre los vergüenzas de su genealogía. Cuando vio que Rotualdo seguía aullando con los ojos fuera de las órbitas, se retiró discretamente hacia su carroza, temiendo por su propia excelentísima rabadilla.

Tras algún intento de reorganizar su armada de vigilantes para impedir que los cacharreros se acercaran a la costa (y algún que otro experimento, tan riesgoso como fallido, de adiestrar cocodrilos), Rotualdo advirtió que la disparidad tecnológica le era demasiado desfavorable. Nada que hacer, en sustancia. Así que ni corto ni perezoso pidió audiencia con el príncipe, juzgando que sólo de Él podía esperar alivio a sus cuitas. Y en una muy pregonada perorata, adujo entre floridas invectivas que las cacharras amenazaban el bienestar del reino todo, y exigió tonante que Su Alteza Serenísima actuase con mano dura contra ellas…

Perplejo y casi convencido, el príncipe consultó a sus consejeros legistas, quienes tras mucho verecundo revolver de legajos le vinieron a susurrar varias cosas. A saber, que por un lado era cierto que los cacharreros se arrimaban a la costa para darle a palacios y parques una ojeada (precaria, y entre salpicaduras) sin pagar. Pero por el otro lado las leyes del principado eran claras: el lago era considerado dominio público, y en dominio público los súbditos podían actuar a placer, sin dañar ni a las leyes ni a terceros. Por ejemplo, si en una hostería estaban asando jabalíes con patatas y romero, nadie vedaba que los villanos que pasaban por allí delante dieran una buena husmeada, e incluso dos, al tufillo sabrosón. Y cuando las ramas de un manzano venían a pender ubérrimas sobre la vereda, podía el caminante alargar su mano y servirse a su antojo; estaba al propietario del árbol, si ello lo irritaba, el cuidarse de podarlas para que no fueran a frutar sobre el camino. Amén de estas analogías poco confortantes para con las aspiraciones de Rotualdo, documentaban los consejeros que el tráfico de las cacharras, al principio anecdótico, había devenido en actividad de importancia respetable, y que había flor de mercaderes que obtenían buenos beneficios del mismo, contribuyendo a la prosperidad del principado todo. Más aún, y mucho más trascendente: diversos tribunos de la plebe alegaban que la libre comunicación que permitían las cacharras entroncaba directamente con el derecho de tomar la palabra en la asamblea del villorrio que había sido consagrado en los lejanos tiempos en que se constituyese el principado, y estaba protegido por las mismas pragmáticas de máximo rango. Y buena parte de los consejeros avalaban esta perspectiva.

Las leyes penales ya promulgadas por Su Alteza Serenísima permitían a Rotualdo actuar severamente con quien quiera que, llegando por un medio cualquiera, echara pie a tierra y penetrara en el Parque de las Ilusiones, o se saltara sin pagar los torniquetes de entrada. Visto todo lo cual, concluían los empelucados jurisconsultos, era responsabilidad de Rotualdo levantar barreras o celosías o prietas filas de chopos o lo que su santo protector le diera a entender para que desde las aguas de libre navegación no se pudiera fisgar en su palacio.

Cuando Rotualdo vino a saber del parecer de los consejeros, los puso como chupa de dómine, siguiendo su característico estilo comunicativo, aunque siendo como era atrevido con los débiles y servil con los poderosos, no osó añadir las patadas en el culo. Volvió a la carga, alegando que las cacharras eran sediciosas, ilegales, debilitantes del entramado socioeconómico del reino, y que si seguía perdurando el ‘gratis total’, nadie iba a tener aliciente para construir más palacios. Que, entre paréntesis, seguían erguiéndose y abriendo sus puertas al público, en especial en la época que lleva a final de año. Y como quien no llora no mama, y contaba ciertamente con discreto favor del príncipe, fue arañando no pocas cosas, amén de las mercedes con las que ya gozaba.

Para compensar la disminución de ingresos que atribuía de forma indemostrada a las visitas de cacharras a ‘sus’ costas, obtuvo de Su Alteza Serenísima que sobre toda la navegación de lago, se dirigiera a donde se dirigiera, con el medio que fuese, se aplicase un tributo invariable, que sería acto seguido versado en las arcas de Rotualdo, no en las del principado. A más de un jurisconsulto se le derrengaron lacios los bigudíes entalcados de la peluca para enroscársele acto seguido en el sentido opuesto, ya que vieron en esta merced una aberración de marca mayor, a saber, la concesión a un privado de la capacidad de cobrar impuestos para su propio provecho. Por no hablar de algo que horrorizaba a otros tantos: dicho castigo colectivo bajo forma de tributo consideraba culpable a priori a todo usuario de cacharra, cualquiera que fuese el uso que hiciese de ella, cualesquiera que fuesen sus periplos por las aguas del Lago de los Torbellinos. Los navegantes armaron una buena – muchos aducían lo obvio, que ni habían pasado cerca de la puta (sic) península de Rotualdo, ni tenían la menor intención de pasar – que ellos iban a sus actividades varias, perfectamente legales mientras no se demostrase lo contrario, sobre las que ya pagaban religiosamente cuanto tributo o gabela hubiese establecido el príncipe, ¿y entonces a qué venía esa mamarrachada verdaderamente pirata, pero pirata de cagarse (resic)?

Abreviando: ni jurisconsultos ni honrados comerciantes fueron escuchados por el príncipe, y por su conducto logró Rotualdo que el entero principado tuviera que comulgar con semejante rueda de molino. Ni que decir tiene que este sucedido dañó no sólo la poquísima credibilidad que a este punto conservaba Rotualdo ante las gentes, sino la que aún le quedaba a Su propia Alteza Serenísima (ya ligeramente perturbada a ojos de las gentes, aunque esto no tenga que ver mucho con la historia, por ser serena sí, pero también putañera y disipada al extremo, por rascarse los cojones a la grande a costa del erario del principado, por las amistades y negocios dudosos en los que vivía envuelto, e incluso por las mismas circunstancias de su lejano pero no ya olvidado acceso al trono).

Pero claro, como el apetito del ogro se abre a medida que el ogro va comiendo, Rotualdo no se detuvo en estos logros, y siguió intrigando para que, amén de los privilegios tributarios, se pusiesen a su servicio cherifos especiales, con armas de envergadura, y amplias facultades, sin necesidad de obtener autorización de los magistrados del príncipe, para hundir a cañonazos las cacharras, colgar cacharreros de las bolas, y multar pesadamente a los que sobrevivieran al cruento desbole. “Argumentaba” (pongo las comillas para que un verbo honesto no se me rebele al verse atribuido a semejante cantamañanas) que no podía seguir este descoque inmoral del ‘gratis total’.

Otra tanda de jurisconsultos, de entre los pocos que habían resistido a la genialidad impositiva arriba narrada, se desmayó, enfermó o desencajó, o las tres cosas a la vez. Entre colegas de la máxima confianza, y sólo entre ellos, murmuraban preocupados que después de lo de conferir inauditas competencias tributarias a un mesnadero sin ningún papel institucional, puramente orientado a engordar la su hacienda, esta nueva gracieta de otorgarle competencias ejecutivas a él y a los de su laya (porque de eso se trataba, aunque el ejercicio nominal correspondiera a algún fantoche venal del príncipe, con pocas letras y menor juicio), tenía bemoles, o más que bemoles. Revolcada y bien revolcada por el polvo yacía la ingenua pretensión, codificada en las mentadas pragmáticas, de que todos los súbditos del principado tuvieran derecho a igual trato por parte de sus magistrados. Porque, como seguían razonando las pocas voces sobrias que iban quedando, nada le impedía al Rotualdo dirigirse a los tribunales del principado, en cualquier momento en que se sintiera agravado por un cacharrauta concreto o por cualquier otro individuo. Pero claro, ya iban quedando pocos que quisieran comprometer su propia carrera ante el Príncipe, pues estaba más que claro que el muy bellaco compartía con Rotualdo palangana de pediluvios, por lo que irle con razonamientos, jurídicos o de los de la gente corriente y moliente, era como llevar margaritas a los puercos.

Aún así, hubo entre ellos algunos venerables ancianos y jóvenes prometedores que se permitieron decir que la propuesta alteraba fundamentalmente los derechos de los ciudadanos del principado (según establecidos otrora en las famosas pragmáticas de máximo rango) de no sufrir penalidad alguna que no hubiese sido deliberada, de acuerdo con las leyes y tras oír a las partes, por un colegio de magistrados. Pero fueron acallados con las de siempre. Gracias a la magnanimidad del príncipe, se limitaron a embrearlos y emplumarlos, y sacarlos a pasear por las villas montados de espaldas sobre asnos particularmente poco agraciados, con un capirote donde ponía “cavron (sic) yjuepota (sic) patridrario (sic) der (sic) jratiz (sic) tohta (sic)”.


Éstas y otras alegrías fueron extendiéndose por el principado como mancha de grasa. La indignación de la gente subía y subía; en cuanto a las fortunas de Rotualdo, no se sabe bien (por su ya mentada opacidad). Lo que sí se sabe es que al mismo tiempo su nombre se había convertido en hazmerreír popular, en epítome de todas las avideces y ansiedades, de las manipulaciones políticas y del vivir del grandísimo cuento.

III.

La historia de Rotualdo se convirtió en un tema de conversación favorito, aún teniendo en cuenta lo poco que se charlaba ya en el principado. Surgieron debates populares en torno a la misma, cuya pasionalidad se fue inflamando a medida que se aproximaba la fecha de la anunciada decisión del príncipe sobre las últimas exigencias de Rotualdo. Muchos decían que Su Alteza Serenísima, como siempre, tenía ya decidido favorecer a su compinche de tantas correrías, pasándose las pragmáticas por donde la esponja, y que debates y discusiones eran sólo maquillaje de pescados ya vendidos. Otros creían aún que fuera posible un razonable acuerdo por el bien de todos.

Y así fue que un grupo de hombres y mujeres sencillos, cacharrautas y no cacharrautas, aceptablemente libres de intereses y con el solo orgullo de pensar con su propia cabeza, vino a publicar y difundir por las villas del principado una propuesta de compromiso, que estribaba más o menos en lo que sigue.

(1) En primer y principal lugar, en el terreno de las palabras, donde tantos insultos habían volado, pedían que el príncipe confiase a sus sabios la búsqueda de definiciones rigurosas, prudentes y comprensibles, y que los debatientes se abstuviesen de innecesarios y perjudiciales alarmismos y agresiones.


(2) En el terreno comercial, argumentaban que Rotualdo, en vez de desgañitarse costase lo que costase en poner coto a las visitas de los cacharrautas (una mayoría de los cuales, de cualquier manera, no iban a apoquinar jamás los cuatro doblones de la entrada oficial), considerase cómo incorporarlos a su modelo de negocio. Por ejemplo, disponiendo una buena ensenada a cuyo abrigo pudiesen acogerse los cacharrautas, sin temor de frías salpicaduras ni de torbellinos imprevistos, y que les permitiera contemplar el Palacio de los Sueños a través de sus catalejos a cambio de una honesta tarifa reducida, por ejemplo un par de cuacuartillos (un doblón = dieciséis cuacuartillos, en el principado de Aquitestrujo). O incluso dándoles acceso por la puerta principal, a precio reducido, cuando el ciclo del espectáculo en curso estuviera tocando a su fin. Tanto, iban a ser clientes nuevos; tanto, los costes de producción del espectáculo habían sido ya soportados; y lo que trajeran los cacharrautas a sus arcas, por la vía legal y amigable, podía ser quizás no mucho en absoluto, pero siempre sustancioso en lo relativo, y quién sabe si alguno de ellos incluso le podría coger afición a venir a los estrenos, pagando el precio completo.


(3) Seguían proponiendo, en lo político, que las subvenciones concedidas por la magnanimidad del príncipe a costa del erario público tuvieran una contraprestación concordada. Por ejemplo, que el palacio que hubiese sido subvencionado retornase al dominio público en un plazo más breve que el previsto por las leyes para los palacios levantados sin subvención alguna. O que como alternativa, sin tocar dicho plazo, las estructuras públicas de cultura y enseñanza del principado pudieran gestionar el acceso al palacio en determinados días, facilitando que el vulgo menesteroso accediera a los palacios sin rascarse la escarcela, y educase así sus sentidos, tanto el crítico como el estético, lo que habría ciertamente de redundar en favor del principado todo (Dicen las consejas que el príncipe pegó un respingo de desagrado particularmente fuerte, cuando le leyeron esta parte de la propuesta).


(4) Auspiciaban que el principado pudiese trascender las trasnochadas y elitistas distinciones entre ‘creadores’ y ‘no creadores’, diseñando una política de promoción cultural que –sin excluir las ayudas y subvenciones justificadas por el bien común– privilegiase la participación directa en la cultura, participación crítica, participación de base, y que dejara de arrear a los ‘no creadores’, a vergajazo limpio, de redil en redil, tratándolos como chusma vil y consumidora.


(5) Por supuesto, sugerían que el príncipe declarase explícitamente que las visitas de cacharras no constituían delito, salvo que se demostrara que los cacharrautas obtenían lucro concreto de ellas (como, por ejemplo, si vendiesen pasajes a terceros explícitamente para venir a fisgar hacia el palacio, y demás circunstancias que el sentido común podía fácilmente homologar a la del ejemplo, evitando torticerías interpretativas innobles por una u otra de las partes en liza).
(Habrase de saber, en este contexto, que Rotualdo se había hecho tristemente famoso por arrastrar con malos modos ante los magistrados a un esquilador de ovejas de una localidad cercana que, entre tijeretazo y tijeretazo, tarareaba una musiquilla escuchada durante una visita al Palacio de los Sueños, alegando que si no hubiera sido por el efecto mágico de tales tarareos, las artes del esquilador no habrían valido de nada, y que nadie hubiese llevado jamás oveja alguna a su bodeguiya, por lo que exigía que el tal esquilador lo compensase con una parte de sus más que sudados ingresos).

(6) También por supuesto, tocaba que el canon (como se había venido en llamar al impuesto sobre toda la navegación por el Lago de los Torbellinos, cualesquiera que fuesen su origen y su destino) regresase cuanto antes al oscuro cajón de las fantasías autocráticas de donde nunca debería haber salido.


(7) Razonaban que con sus reiteradas obtenciones de privilegios, desde siempre reservados en el principado para la cosa pública, Rotualdo y su gremio se estaban postulando implícitamente como parte excepcional y esencial de la sociedad, y que este tratamiento los estaba equiparando de hecho a una institución. Si se decidía confirmar dicho proceso, por un lado era imprescindible dotarlo de legitimidad jurídica plena. Legitimidad que no podían procurar los tejemanejes y cuchicheos detrás de bambalinas, ni mucho menos las mañas e intrigas de los validos de Su Alteza Serenísima, que iban deslizando las disposiciones correspondientes al pie de otros edictos, en el ultimísimo momento antes de su firma. Esa legitimidad sólo podía derivar de una discusión pública al máximo nivel, avalada por un consenso claro de los aquiestrujados.


(8) Por otro lado, recordaban que adquirir ese protagonismo parainstitucional, o institucional del todo, no sólo tendría que aparejar privilegios, sino también responsabilidades.
De las cuales citaban al menos tres: (a) Rotualdo tendría que rendir cuentas transparentes de todos sus ingresos y gastos; (b) Rotualdo, postulándose come agente cultural en monopolio, tendría que asegurar una distribución capilar de la cultura en todo el territorio del principado; (c) Rotualdo tendría que escogitar un medio para dar acceso equitativo a su Palacio de los Sueños a cualesquiera otros autores noveles, que legítimamente quisieran ofrecer su arte al público.


(9) No descartaban a priori, por prudencia, que dicha institucionalización cultural fuera positiva. Eso sí, pensaban que la historia mostraba, en el principado y otros colindantes, que se habían podido alcanzar cumbres creativas muy superiores a las del refrito momento presente… sin ningún tipo de institucionalización ni de excepcionalismo. Así que, sin entrar en filosofías que no competían a personas llanas como ellos, se permitían observar lo evidente, a saber, que no había nexo necesario entre el otorgar a palacieros  prebendas excepcionales a costa de los derechos de todos los aquiestrujados, y la riqueza expresiva de los palacios levantados. Aceptando sin rémoras que la creatividad era importante para el principado, señalaban que la clave para estimularla debía seguramente residir en alguna otra parte.


(10) Aconsejaban que se diera escucha atenta a Rotualdo en su tantas veces repetido alegato de “mercado transparente y justicia igual para todos”. Pero de veras. (Grandes risotadas a malas penas contenidas se escucharon en la informal asamblea, cuando se redactaba este punto, así que decidieron dejarlo breve).


(11) Exhortaban a Rotualdo y al príncipe a no poner puertas al campo, porque lo de las cacharras, a su humilde saber y entender, con todo lo que había revolucionado el mundo del lago, no era más que el primer paso de una época nueva, y la historia enseñaba que ni inmovilismos apolillados ni rancios proteccionismos solían llevar a buen puerto a quienes temerosos y desconfiados se abrazaban a ellos.


………

La publicación de estas tesis no despertó gran interés, fuera por lo que fuera. Algún comentario positivo cayó, pero sobre todo recibieron críticas despectivas. “Más de lo mismo”, “este debate ya aburre”, “¿es que quieren acabar con la propiedad privada?”, “¡comunistas!”… fueron las más repetidas, y otras de análogo jaez. Perplejos, pensaron estas personas que el problema de comunicación dependiera de sus propias y abundantes cortedades, y decidieron probar a explicarse mejor.

Discutiendo estaban, sentadas en corrillo en un prado, los puntos que anteceden, probando a redactarlos mejor y a añadir otras consideraciones útiles para los aquiestrujados, cuando escucharon voces acongojadas, entrechocar de metales, y fragor de un tumulto que se acercaba.

IV.

La noche estaba tocando a su fin para el último sobreviviente de entre los redactores. Estar colgado por el escroto de las almenas del Palacio de los Sueños tampoco era tan malo. Faltaba ya poco para que cediera, azul, alargado, a este punto ya insensible. La caída cabeza abajo hasta los distantes peñascos del foso, aparte de un poco de emoción, iba a traer indudable reposo. Casi envidiaba a los compañeros cuyas bolas se habían desgajado ya en las horas precedentes, liberándolos para el vuelo definitivo. A otros les había tocado ser desbaratados por los rottweiler azuzados por los cherifos, lo cual deja menos tiempo para pensar. Y se sentía en paz – lo que ya lo acariciaba, no es destino del que se escape, antes o después, anécdotas y sucedidos aparte. Los cañonazos que se llevaban oyendo toda la noche hacia la parte del lago, y los aullidos de sufrimiento, indicaban que para los cacharrautas tampoco estaba siendo una velada de placeres. Finalmente se habían acabado las cacharras.

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Rotualdo dormía contento, entre dos hetairas peliteñidas, la alegre borrachera de celebración. Por fin el orden y la justicia habían vencido. Finalmente se habían acabado las cacharras.

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En una desvencijada cochera a pocas leguas del Parque de las Ilusiones, a la luz de unos cabos de vela malolientes, tres chavales se tentaban las ropas, emocionados hasta el extremo, sin dar todavía crédito completo a lo que acababan de vivir. Sobre el banco de trabajo, entre crujidillos calmos, se enfriaba el prototipo de carracha que los acababa de traer de un vertiginoso viaje por entre las nubes, por sobre penínsulas y ensenadas, ni vistos ni oídos por los cherifos que se afanaban en su carnicería, a pesar de las locas maniobras velocísimas y de las pasadas rasantes en las que se habían extasiado, mientras los sensores de la máquina documentaban con máxima fidelidad y detalle, sin sufrir de la oscuridad ni de las brumas, todo cuanto estaba ocurriendo. Se les antojaba el máximo tributo a sus predecesores.

Finalmente se habían acabado las cacharras.